miércoles, 16 de febrero de 2011

Bodegón de Beatriz Eugenia Díaz


Su presencia es imponente: A pesar de consistir en unos cuantos elementos sencillos, la obra logra apropiarse de la mirada y establecer un cierta dignidad en el espacio, una diferenciación de lo circundante que vuelca todo el peso de la visión (aunque sea por un momento) en su presencia.

Un haz de luz ilumina fuertemente un punto específico del lugar (la obra) haciendo hincapié en lo lacónico del objeto, y al mismo tiempo sume en penumbra el resto de la habitación. El misterio no solamente ocurre en lo vedado a la vista, sino también en el foco de atención, en la luz, en lo que determinantemente estamos ahora obligados a ver: Una botella vacía y transparente reposa sobre una repisa blanca como la pared, y el sonido de un fuerte viento atraviesa la imagen.

La aparente austeridad del conjunto (de fríos materiales, neutros colores y simples formas) rápidamente se convierte, en una segunda mirada, en una elegante composición de fenómenos sensoriales que develan un comportamiento de los objetos, una realidad mucho más compleja que la aparente quietud: al atravesar la botella, la luz conforma un bellísimo dibujo sobre la pared blanca, en el que la sombra negra de la botella es atravesada por luminosas esquirlas de luz. Así mismo, la repisa crea una sombra negra de un tamaño exactamente igual al de ella misma, conformando una doble franja albinegra que atraviesa la obra de lado a lado. Un delicioso escenario de dibujo que, desde una silenciosa elegancia, se nos va develando poco a poco. Sin exhibirse se deja conocer.

Un tercer elemento, casi imperceptible en un principio, ha ido cobrando fuerza y ahora nos inunda: el sonido del viento, como si estuviéramos en un desierto, ha ido apareciendo y produce una sensación extraña mientras observamos la obra. Al aparecer el sonido del desierto, ya tiempo después de habernos compenetrado con la obra, podemos conocer el trabajo en dos tiempos: con y sin sonido. Al aparecer el sonido, una sensación de desolación nos embarga justo cuando estábamos descubriendo el complejo comportamiento de los objetos. ¿Es esta estrategia envolvente una manera de convertirnos en otro objeto de la composición? ¿De percibir, a través de la acústica, la resonancia que tenemos como objeto en el espacio?

Un sonido, dos objetos y luz son la contundencia que impacta y envuelve, que crean una atmósfera a través de actos al mismo tiempo refinados y primarios (¿primitivos?). Una contundencia que se alimenta de la manera en que la artista expone lo tácito empezando la construcción desde lo que quedará faltando. Una obra que siempre queda en la punta de la lengua.

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