Por: Jaime Alberto Báez Peñuela
El presente análisis se centrará en una de las obras de la sección “quietud-movimiento”, ubicada en la exposición del pinor abstracto Manuel Hernández en el Museo de Artes Visuales de la Universidad Jorge Tadeo Lozano.
Sus pinceladas nos revelan un remolino negro interrumpido únicamente por tres caminos amarillos y unas huellas azules que avanzan desde la parte inferior del cuadro.
El remolino negro es algo así como la vida del ser humano. En momentos oscura, en otros más clara, pero siempre incierta; en movimiento constante, en cambio, en construcción.
EL punto más claro del “remolino de la vida” es donde se ha pisado, por donde ha trasegado la persona.
En ocasiones la pincelada deja espacios entre el negro; espacios de luz, de claridad, de brillo, de reflexión. Claro está que siempre está ahí, siempre acompaña a la persona.
Los trazos amarillos, los caminos, son de diferentes tamaños: unos más largos que los otros; y es que no hay dos caminos iguales, al igual que no hay dos vidas iguales; cada persona traza su senda, cada huella es distinta, cada uno pisa donde quiera.
Estas huellas ya abandonan un camino, pero dos más se encuentran a la expectativa y entre ellos un gran vacío. ¿Para dónde vamos?, ¿qué nos deparará? serán quizá algunos de los interrogantes que nos quiere plantear el artista. Lo único seguro es que el camino no está hecho, que, como dice la canción, “se hace camino al andar”.
La vida es amplia, llena de maticez; siempre hay cosas por explorar, por investigar, siempre hay un nuevo andar, y tras ese andar otro más. Ahí va el hombre, ahí están sus huellas, sus pisadas. Aunque no sabe su destino, sigue adelante, sigue abriendo espacios; sólo la muerte le parará.
No hay comentarios:
Publicar un comentario